ARCOmadrid, el Bicentenario y los límites del arte crítico en el Perú
Los discursos en torno a la próxima participación peruana en la feria de arte madrileña ponen al descubierto algunos de los problemas que subyacen a la celebrada incorporación del país al mercado internacional del arte.
Un interesante debate se ha armado en las páginas del diario La República a propósito de la selección de obras de artistas peruanos que serán presentadas en la feria ARCOmadrid 2019, donde Perú es invitado de honor. Ramillo Llona escribió hace unos días una columna en la que denunció el hecho de que muchos de los más renombrados artífices nacionales identificados con el modernismo (Gerardo Chávez, José Tola y él mismo, desde luego) no estarán presentes. En su respuesta, Herbert Rodríguez celebró en cambio lo que considera el carácter inclusivo de la representación peruana, que incluirá trabajos de las artistas shipibo-conibo Olinda Silvano, Wilma Maynas y Silvia Ricopa, así como del muralista urbano Elliot Túpac.
Para Rodríguez, “el arte viene siendo enemigo del pueblo y carece de importancia social”; la selección de obras peruanas que se presentarán en la feria madrileña ofrecerá sin embargo oportunas medidas correctivas a dicha situación, impregnándose del carácter “crítico” del que carecería el circuito del arte en el Perú. De este modo, el artista sugiere una cierta filiación entre los criterios adoptados por los curadores de esta selección y la tradición de arte crítico local de la que el colectivo E.P.S. Huayco (1980-81), que integró Rodríguez en su juventud y al que se remite explícitamente en su columna, constituye un referente mayor.
Esta filiación se justificaría por dos razones: 1) Este colectivo entró en rumbo de colisión con el discurso modernista defendido por figuras como Szyszlo (hoy, Llona) y sus garantes institucionales en espacios como el IAC (cuyas perspectivas se prolongan de alguna manera en las prácticas curatoriales del MAC y, en menor medida, del MALI); 2) E.P.S Huayco tuvo un papel destacado en la incorporación de un imaginario popular en el arte contemporáneo local: referencias a Sarita Colonia, a las latas de leche Gloria, a la jerga urbana y a la salchipapas, entre otras, fueron utilizadas por este colectivo para criticar el statu quo y contribuyeron, ciertamente, a formular una concepción ampliada y menos elitista de la cultura.
Desde cierto punto de vista, es entendible el gesto de Rodríguez: al reivindicar el trabajo de E.P.S. Huayco como la matriz simbólica del nuevo ethos que se expresará triunfalmente en la selección de obras peruanas que viajarán a Madrid, está diciendo básicamente que los fantasmas de aquella experiencia están de vuelta para reclamar una victoria histórica. Que lo que fue marginal y pionero en su época se ha transformado en el discurso de inclusión que señala un nuevo rumbo democrático para el Perú y que, de hecho, es defendido por la administración del líder político peruano más popular del post-fujimorismo. Después de todo, hay que recordar que el presidente Vizcarra ha sido enfático al señalar la importancia de esta participación en ARCOmadrid como parte de la agenda de celebraciones por el Bicentenario de la Independencia. Rodríguez se posiciona así como una suerte de prócer de este “país que queremos, el país por el que trabajamos” (como reza la propaganda oficial).
Pero, convenientemente, el artista olvida mencionar un tema clave en esta (fallida) articulación conceptual entre el proyecto crítico de E.P.S. Huayco y el discurso multicultural de la administración Vizcarra. Me refiero a la particular tensión que existió entre aquel colectivo y el sistema del arte o, de manera más general, al problema de las relaciones entre arte y capital que los miembros de aquel colectivo se esforzaron por poner de relieve. Ese aspecto central del enfoque crítico de los participantes de E.P.S. Huayco desaparece por completo de la actual posición de Rodríguez, quien omite toda referencia a la naturaleza comercial –más que política, aunque ambas dimensiones aparezcan confundidas– de ARCOmadrid. Vista a la luz de aquella ausencia, sus opiniones parecen más bien ingenuas y, me temo, reaccionarias. En contraposición, la columna de Llona es previsiblemente anticuada en su defensa cerrada del canon modernista peruano, pero al menos tiene la virtud de poner sobre el tapete algo que a Rodríguez y a la administración Vizcarra se les escapa de manera alarmante, y es el carácter problemático de la pretendida armonización de reivindicaciones democráticas (de nivel nacional) e intereses económicos de galerías privadas en el marco del sistema internacional del arte.
Es la misma tensión de la que fuimos testigos el año pasado a raíz de la controversia que provocó el manejo del Pabellón del Perú en la Bienal de Venecia 2017, con la bochornosa actuación de publicistas y financistas (relacionados con el grupo El Comercio), quienes, no obstante las protestas de Rodrigo Quijano, el curador a cargo del proyecto, terminaron desfigurando un trabajo icónico de Juan Javier Salazar, otro artista relacionado con E.P.S. Huayco.
Recordemos lo sucedido. En una carta abierta publicada a través de su cuenta de Facebook –y reposteada por la página web de la Red Conceptualismos del Sur–, Quijano denunció las maniobras y manipulaciones que propiciaron su alejamiento de la participación final en el Pabellón, dejando al descubierto el papel truculento que juegan los agentes del grupo empresarial que se adjudica la representación nacional. El proyecto de Quijano, que ganó por concurso abierto y público, suponía la presentación de una selección de piezas de Salazar. La carta del curador señala que:
[...] los gestores de esta operación al inventarse una pieza “basada” en la famosa tela con la que Juan Javier Salazar cubrió y desapareció anticolonialmente el monumento de Pizarro en Lima y convertirla en cortina (!) para cubrir todas las paredes del pabellón (!!), no sólo desactivaron la intención política del artista convirtiéndola en decoración ridícula y autoexotizada, sino que se inventaron una pieza, y eso es falsear la historia y abusar de ella y del artista recientemente fallecido y de quienes siempre admiramos su obra. Para perpetrar ese asunto exigieron recortar a menos de la tercera parte la selección de obra por supuestos motivos económicos, pero no tuvieron el menor empacho en mandar a producir esa tela por varias decenas de miles de dólares. Era obvio: estaban enamorados de su idea.
De ese modo quedan señaladas las perversiones de una situación en la que intereses privados tienden a primar sobre el carácter representativo de un proyecto curatorial nacional, yendo tan lejos como modificar y neutralizar las intenciones críticas de las obras presentadas. Quijano es lapidario en su diagnóstico:
[...] es evidente que este desenlace exhibe por fin la enorme cantidad de limitaciones y arbitrariedades de un modelo de administración del arte como empresa privada y como otra forma de marketing y de branding. Y que su manejo a manos de banqueros y publicistas nada tiene que ver con el arte, por mucho que lo coleccionen.
Ahora bien, es difícil imaginar que si esta injerencia empresarial opera de manera tan clara en el contexto de la Bienal de Venecia –una institución sin ánimo de lucro subvencionada por el Estado italiano– las mismas tensiones que subyacen a la precaria alianza público-privada encargada de regir el devenir institucional del arte peruano no vayan a manifestarse nuevamente en el marco de una feria de galerías privadas como ARCOmadrid.
Ironías de la vida: si en la participación de Venecia fue un ingenuo discurso de sesgo turístico y antipolítico (derivado del ethos que promueve PromPerú) el que generó aquella situación controversial, hoy es más bien el reverso de ese discurso el que provoca una nueva situación contenciosa: un ingenuo multiculturalismo que cree verse beneficiado por su incorporación sin fricciones al consenso neoliberal y a la cultura especulativa que anima el sistema internacional de galerías de arte. La controversia es pequeña sin duda, pero significativa en la medida en que, a pesar de las frustradas relaciones entre Estado, producción artística y capital evidenciadas en Venecia, en esta oportunidad estas ni siquiera están en discusión. Solo se discute el particular sesgo –modernista o popular, lo que, dicho sea de paso, es una discusión ya algo anticuada de por sí– de las obras enviadas a este evento.
Una columna de Mirko Lauer, también publicada en la República, incide, aunque sea oblicuamente, sobre este tema crucial, al señalar que “[h]oy las polémicas sobre envíos internacionales o premios no son tanto sobre principios estéticos sino más bien territoriales”. Lauer señala también que existe un desencuentro entre las lógicas del capital y las de la representatividad democrática, pues “[h]ay una abundancia y variedad de creadores, con órdenes de precedencia establecidos por la publicidad y el mercado, que en algunos espacios el Estado y algunos profesionales están obligados a administrar”. Es ese desencuentro el que debería primar en estas discusiones.
Lastimosamente, se da por descontado que enviar trabajos de artistas shipibo-conibo a una feria como ARCOmadrid construye ciudadanía y expande nuestra democracia, cuando lo que está en cuestión es, en primera instancia, la adquisición potencial de trabajos artístico por grandes coleccionistas. Esa es la razón de ser de las ferias de galerías, y todo lo demás es secundario.
Dicho de otro modo, el potencial emancipador que emergió de los intensos debates entre representantes del modernismo y del arte crítico de fines de los setenta e inicios de los ochenta parece haberse agotado en el tránsito hacia la incorporación del Perú al circuito internacional del arte, hasta el punto que un artista otrora radical como Rodríguez se ha visto tentado a abandonar sus lecturas sagaces del sistema del arte para ser absorbido por el discurso oficial de Perú-hacia-el-Bicentenario, probablemente encandilado por la visibilidad que le proveerá la feria madrileña. Así termina defendiendo un consenso político mediocre y precario.
Para terminar: mencionaba la palabra antipolítica, en obvia referencia al trabajo de Carlos Iván Degregori, quien sostenía que uno de los principales legados del fujimorismo ha sido la producción de un ciudadano que no busca la solución de sus problemas en la política, sino en la adquisición de mercancías. Tal vez nos encontramos hoy en una situación más sutil, aunque afín. Lo que se pone de manifiesto en casos como el de la participación peruana en ARCOmadrid es una subjetividad que ya no busca la solución de sus problemas en la política, ni siquiera en las mercancías, sino principalmente en las imágenes. Los dramas del arte crítico contemporáneo son solo una variación sobre este axioma pues, como sabemos, el principal terreno en el que se negocia la solución al problema del racismo son las imágenes publicitarias (campañas de Saga Falabella, etc). En este contexto, el gesto verdaderamente crítico no es, como asume Rodríguez, volver a tener la misma discusión que venimos teniendo desde fines de los setenta en torno a la incorporación de lo popular en el arte contemporáneo, sino abogar por un regreso a las soluciones políticas para los problemas políticos, como el de la exclusión y el racismo. Eso no lo va a solucionar la venta de un cuadro.
Alonso Almenara